13.3.13

¡La llamada era muy importante!


Ayer, al salir de mi casa unas niñas de 8, 7 y 9 años estaban tratando de apilarse entre sí para bajar una pelota de arriba de un árbol. Sonreí, les dije: “a ver, voy yo”, bajé la pelota, se vieron entre sí, rieron, agradecieron y una dijo: “wow, qué facilidad, ¡dichoso tú, tú eres grande!”.

Ese mismísimo día pasó algo, y es que no puedo nada más esperar a que “se me pase el mosh”, como decimos acá en Guatemala…, el cortometraje sigue en mi cabeza desde anoche; no me concentraba en nada en específico desde que entré a Mont Blanc (un centro comercial de Xela). Miraba vitrinas, persianas, puertas, ventanas, algo de gente…, gente, esos especímenes (según la ciencia) racionales, admirando, procrastinando, comprando y de todo; unos cuantos con sonrisas, otros serios, otros de fruncido ceño y demás personas, en ese momento, irrelevantes para mí; solo me importaba lo que vi afuera, segundos antes de entrar a “echar una vuelta para ganar tiempo en lo que me pasaban a traer”.

Iba directo a la puerta de Mont Blanc a las 8:40 PM, más o menos. No había nada de gente frente al centro comercial, más que un par de vendedores de nueces, queso y estuches para Blackberry. De pronto sonó mi celular — tengo cierta costumbre de no hablar por teléfono en recintos cerrados, o bien, quedarme afuera a hablar si aun no he entrado —, mi tono de llamada es una rola de mi autoría (rola de inicio un tanto ruidoso por el sonido de guitarras distorsionadas y hi-hat abierto, al buen estilo del rock clásico con riffs poderosos).

Inmediatamente con ello, un patojito de unos 8 a 10 años, tomó en sus manos una de las reglas metálicas de mas o menos un metro que estaba vendiendo ahí, fuera del centro comercial, y con una sonrisa enorme y espontánea se puso a fingir rasgueos disque siguiendo el ritmo de la canción; lo volteé a ver, pero él siguió con su fantasía, en su mundo.

De seguro ese patojito despeinado de ropas andrajosas se había transportado metafísicamente hacia algún mundo paralelo en que ya había crecido unos diez años y tocaba la guitarra con gran pasión frente a un gran público, mientras el espectáculo de luces deslumbraba junto a él. De seguro estaba incluso a punto de matar a orgasmos a la guitarra durante el momento más emocionante del mejor solo de guitarra que nunca antes había tocado, de seguro… o eso digo yo.

Habrán sido a lo mucho unos cinco segundos entre que lo vi, tomé mi celular de la bolsa y sin más, contesté la llamada. El semblante del niño cambió de inmediato y por completo: se puso serio, colocó contra la pared la regla que tomó, volteó a ver hacia la vacía banqueta (otra vez) como queriendo pescar algún cliente entre los haces luminosos que la oscuridad se inventa.

Mientras iba entrando al centro comercial tuve la siguiente conversación con mi papá:

— ¿Aló?
— ¿Dónde estás?
— Aquí en Paiz…
— Esperame en Mac, llego en unos diez minutos.
— Va’, órale pues.

De la nada salió una persona, un posible comprador al que el niño le ofreció el producto, pero de todas formas fue ignorado. Mientras tanto, dentro del centro comercial yo pensaba en lo sucedido: pensaba si ese había podido ser el único momento en que aquel niño se sintiera niño en todo el día, si era el primer momento en que jugaba, en que reía, en que desatendía un poco el trabajo que ni él sabía por qué hacía; mis ojos se cerraban poco a poco a medida que fruncía el seño mientras pensaba. Creí que era mi introspección manifestándose por reflejos, pero no: era la niña de mis ojos, que me daba la espalda, “¡yo puedo bajar sola la pelota del árbol, gracias!”.

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